Exactamente a la vuelta de mi casa, su patio, con una casa derruida
por donde le crecen enredaderas, centro de manzana, linda con el mío.
Llego a la hora fijada, a las 13, despliego el trípode, saco la
cámara de fotos.
-
¿Acá? – me pregunta Cayetano.
-
Sí, algunas acá y otras en la
cuadra. ¿Puede ser?
-
Sí, ahora lo llamo a mi hermano
que tiene que comer.
Siento demasiadas similitudes con mi familia: la panadería, la
italianeidad, entremezclados, una hija mujer, el cansancio del panadero, un
hijo varón que no está ahì, vive en otra ciudad, una esposa que llevaba adelante el
negocio y muere relativamente joven. Un tío al que no se sabe muy bien lo que
le pasa. No saluda, habla poco, esconde la mirada, le gustan los perros
grandes, aparece, desaparece. A algunos la vida les cuesta más y se les nota.
Siempre.
-
¿Y Analía?- le pregunto.
-
Está arriba haciendo la comida
– y baja la mirada y niega con la cabeza. ¿Qué se le va a hacer?- agrega.
Elvira su mujer murió hace un par de meses. Le dio un accidente cerebrovascular el día
antes de salir para las sierras a visitar a su hijo. La vecina que la vio el
día antes de morir me contó que le dijo: “Estoy tan cansada que mi cuerpo se
arrastra porque sigue a mi alma”.
Cayetano mira a cámara.
Disparo.
Caminamos hacia la
cuadra.
-
¿Esos son quinotos? – le
pregunto asombrada por el tamaño de los mismos caídos en piso.
-
Sí -me responde. ¿Les gustan en
tu casa?.
-
Sí… ¡no!- exclamo. Solamente me
gustan a mí, me encantan. Levanto uno del suelo pero estaba pasado, lo dejo,
saco uno de la planta y me lo como.
-
Bueno, acá estamos: la cuadra –
me dice Cayetano.
Acomodo el trípode, ajusto la luz, la velocidad, hago
foco, disparo. Me muevo, miro: el horno con puerta de hierro, el cuarto de
calor, las palas, la sobadora, la mesa larga de madera.
-
¿Y la amasadora?- le pregunto.
-
La vendí el año pasado, estaba
acá, ¿ves?. Era muy grande.
La cuadra de la
panadería de mi abuelo era mucho más grande -pienso pero no lo digo, lo callo.
Mi madre me enseñó que las comparaciones son odiosas. Saco unas fotos más, el
olor de la harina, la balanza y Cayetano que posa ante la cámara.
-
¿Y usted vive de noche?- le
pregunto.
-
Sí, vivo al revés.
Salimos a un pasillo amarillo, los canastos de mimbre enormes.
-
Voy a hacer unas fotos acá – le
digo.
-
Esperá que saco este canasto
que está viejo, ya hay que tirarlo.
Y retira del pasillo un canasto metálico con ruedas de más de un
metro de largo. No puedo evitar recordar que cuando éramos chicos, con mi
hermano, en la panadería de mi abuelo nos metíamos adentro y nos turnábamos
para empujarnos uno cada vez, el juego consistía en ir rápido, largar el
canasto y darnos contra una pared.
-
Bueno, ya está - le digo. Hago
unas fotos más en el despacho, le saco otras a la vidriera y me voy.
Salgo del pasillo amarillo y miro hacia el fondo el terreno que
linda con mi patio. Me dan ganas de ir pero no me atrevo a pedirle. Imagino que
Cayetano en la noche o en la madrugada entre horneada y horneada va a ese
espacio vacío. Lo imagino solo mirando las estrellas. Quise comprarle ese
terreno más de una vez, pero ahora creo que él lo necesita más que yo.
-
Nosotros estamos acá desde que
vinimos de Italia – comenta Cayetano.
-
Ah, ¿vinieron de Italia? ¿En
qué año?
-
Y en el 49. Ahora el 3 de mayo
hicieron 63 años.
-
¿De dónde eran? – le pregunto.
-
De cerca de Nápoles.
Saco otro quinoto de la planta. Cayetano me invita a ir a
buscar algunos cuando quiera.
-
Cuando yo sé que a alguien le
gustan los quinotos le digo que vengan a buscarse. Mirá lo que es la planta,
está llena, se caen.
-
Mi mamá hace quinotos en
almíbar -le digo.
-
Sí, ella también me hacía- dice
Cayetano evitando nombrar a su mujer. ¿Qué se le va a hacer?- repite.
Su hermano lo llama. Saco unas fotos más. Agradezco. Le digo que
cuando revele le llevo las fotos.
-
Bueno -me dice Cayetano y
agrega: “Para ver nomás”.